Decíamos que la envidia es la amargura que el corazón se produce cuando nos damos cuenta que a otro le va bien. La definición clásica es la tristeza que produce el bien ajeno. Pero lo más triste de este tipo de tristeza es que no se queda alojada en la propio corazón, que vive agrio su transitar por la vida, sino que tiende a manifestarse con actos bien concretos en referencia a los demás. A estos le decimos que son hijos de la envidia.
Se dice que la envidia es un pecado capital, es decir, que encabeza otra serie de actos malos que la siguen como líder que le da vida. Tomás de Aquino dicen que nacen des esfuerzo de disminuir la gloria ajena.
La murmuración
Cuando me doy cuenta de lo bien que le va a fulano entonces empiezo a ventilar sus defectos. En la Argentina a eso le decimos “sacar el cuero” (sería despellejar). Expresión muy gráfica ya que expongo sus defectos en el ronroneo de comadres: cotilleo… chusmear… cada país tiene su expresión propia para definirlo. Esto lo realizo en el secreto y desde el anonimato.
En Feliciano, en el norte de mi provincia, me encantaba una expresión con la que comenzaban este tipo de acciones verbales: “dice que”. Es decir: te voy a contar algo pero no pienses que soy yo el que lo dice… en realidad yo lo escuché de otro… “dice que”. Así la murmuración comienza por la total cobardía y canallada de quién no se hace cargo de sus propios dichos sino que lo adjudica a un tercero anónimo, a una masa de la cual él es en ese momento el informante desinteresado “en aras de la verdad”.
La difamación
Aquí la acción que produce la envidia tiene mayor entidad. No ventilo los defectos sino que me dedico a contar hechos que directamente le quitan la buena fama a aquel cuyo encumbramiento me causa tristeza.
El catecismo es muy claro frente a esta actitud:
“El respeto de la reputación de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra susceptibles de causarles un daño injusto (cf CIC can. 220). Se hace culpable:
+ de juicio temerario el que, incluso tácitamente, admite como verdadero, sin tener para ello fundamento suficiente, un defecto moral en el prójimo;
+ de maledicencia el que, sin razón objetivamente válida, manifiesta los defectos y las faltas de otros a personas que los ignoran (cf Si 21, 28);
+ de calumnia el que, mediante palabras contrarias a la verdad, daña la reputación de otros y da ocasión a juicios falsos respecto a ellos.
Para evitar el juicio temerario, cada uno debe interpretar, en cuanto sea posible, en un sentido favorable los pensamientos, palabras y acciones de su prójimo:
«Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla; y si no la puede salvar, inquirirá cómo la entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve» (San Ignacio de Loyola, Exercitia spiritualia, 22).
La maledicencia y la calumnia destruyen la reputación y el honor del prójimo. Ahora bien, el honor es el testimonio social dado a la dignidad humana y cada uno posee un derecho natural al honor de su nombre, a su reputación y a su respeto. Así, la maledicencia y la calumnia lesionan las virtudes de la justicia y de la caridad." (CIC 2477/9)
Creo que no debemos agregar nada al respecto.
El odio
Tomás de Aquino dice al respecto que:
"(…) El odio al prójimo ocupa el último eslabón en el proceso de desarrollo del pecado por el hecho de que se opone al amor, que es un sentimiento natural hacia el prójimo. (…) En efecto, somos inducidos a amar lo que nos deleita en cuanto es aceptado como bueno, del mismo modo que sentimos impulso a odiar lo que nos contrista, porque lo consideramos como malo. En conclusión, siendo la envidia tristeza provocada por el bien del prójimo, conlleva como resultado hacernos odioso su bien, y ésa es la causa de que la envidia dé lugar al odio."
Que terrible que es esto, ¿no? Y es tan real. La envidia nos desata la capacidad de hacer importantes esfuerzos para lograr que el otro fracase, que le vaya mal, que sea destruido. Si… por envidia hacemos lo contrario a lo que el mandamiento de Jesús nos pide.
De los hijos de la envidia, en nuestro corazón, ¡Líbranos Señor!