Con el tema de la Virgen que, presuntamente, lloró sangre en Paraná es bueno detenerse un momento para poder discernir de que se trata el asunto. La Iglesia no rechaza de plano estos fenómenos sobrenaturales, pero pone una prudente distancia para discernir lo acontecido. Y las primeras preguntas que se hacen son básicas: ¿es un hecho verdadero o una falsificación simulada de manera vil? ¿es un simple fenómeno natural (en un sentido muy, pero muy amplio de natural) o sobrenatural?
Si leemos la comunicación del Arzobispado de Paraná, podemos comprobar que no se ha aceptado de una que sea un hecho sobrenatural. Tampoco se lo ha negado. Simplemente la Iglesia, como institución, comienza un proceso de discernimiento.
Criterios para el discernimiento
En el año 1978 la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe dio a conocer las “Normae de modo procedendi in diudicandis presumptis apparitionibus ac revelationibus.” Este texto estaba dirigido a los Obispos y fueron enviadas y dadas a conocer a ellos sin que se realizase una publicación oficial, en consideración a que se dirigen principalmente a los Pastores de la Iglesia. El Cardenal Levada, posteriormente, decidió que se publicaran oficialmente.
En el Prefacio de las mismas explica (para leerlo completo hacer click aquí) que se han ido publicando traducciones en diversas lenguas sin autorización de la Congregación. En vistas a ellos las publicaron en el original en latín y traducidas a varios idiomas.
Si nos preguntamos porque dicho organismo vaticano se “mete” en este asunto, el Cardenal nos lo recordó:
“La Congregación para la Doctrina de la Fe se ocupa de las materias vinculadas a la promoción y tutela de la doctrina de la fe y la moral, y es competente, además, para el examen de otros problemas conexos con la disciplina de la fe, como los casos de pseudo-misticismo, supuestas apariciones, visiones y mensajes atribuidos a un origen sobrenatural.”
Como marco de referencia para estos fenómenos el Cardenal citó un texto de Benedicto XVI en la “Exhortación Apostólica Post-sinodal Verbum Domini”:
“De este modo, la Iglesia expresa su conciencia de que Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios; él es “el primero y el último” (Ap 1,17). Él ha dado su sentido definitivo a la creación y a la historia; por eso, estamos llamados a vivir el tiempo, a habitar la creación de Dios dentro de este ritmo escatológico de la Palabra; “la economía cristiana, por ser la alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor (cf. 1 Tm 6,14; Tt 2,13)” (Dei Verbum, n. 4).
En efecto, como han recordado los Padres durante el Sínodo, la “especificidad del cristianismo se manifiesta en el acontecimiento Jesucristo, culmen de la Revelación, cumplimiento de las promesas de Dios y mediador del encuentro entre el hombre y Dios. Él, ‘que nos ha revelado a Dios’ (cf. Jn 1,18), es la Palabra única y definitiva entregada a la humanidad”. (Propositio 4). San Juan de la Cruz ha expresado admirablemente esta verdad: “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra… Porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado a Él todo, dándonos el todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad” (Subida al Monte Carmelo, II, 22).”
Distinguir revelación pública de privada
A partir de lo afirmado precedentemente, continúó el Cardenal con la siguiente distinción:
“El Sínodo ha recomendado “ayudar a los fieles a distinguir bien la Palabra de Dios de las revelaciones privadas” (Propositio 47), cuya función “no es la de… ‘completar’ la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia” (Catecismo de la Iglesia Católica, 67).
El valor de las revelaciones privadas es esencialmente diferente al de la única revelación pública: ésta exige nuestra fe; en ella, en efecto, a través de palabras humanas y de la mediación de la comunidad viva de la Iglesia, Dios mismo nos habla.
El criterio de verdad de una revelación privada es su orientación con respecto a Cristo. Cuando nos aleja de Él, entonces no procede ciertamente del Espíritu Santo, que nos guía hacia el Evangelio y no hacia fuera.
La revelación privada es una ayuda para esta fe, y se manifiesta como creíble precisamente cuando remite a la única revelación pública. Por eso, la aprobación eclesiástica de una revelación privada indica esencialmente que su mensaje no contiene nada contrario a la fe y a las buenas costumbres; es lícito hacerlo público, y los fieles pueden dar su asentimiento de forma prudente.
Una revelación privada puede introducir nuevos acentos, dar lugar a nuevas formas de piedad o profundizar las antiguas. Puede tener un cierto carácter profético (cf. 1 Ts 5,19-21) y prestar una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el presente; de ahí que no se pueda descartar. Es una ayuda que se ofrece pero que no es obligatorio usarla. En cualquier caso, ha de ser un alimento de la fe, esperanza y caridad, que son para todos la vía permanente de la salvación. (Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, El mensaje de Fátima, 26 de junio de 2000)”
El contenido de las pautas para el discernimiento
Luego de este prefacio actual, nos sumergimos en el texto de las “normas sobre el modo de proceder en el discernimiento de presuntas apariciones y revelaciones” (pueden leerlas completas haciendo click aquí).
Ellas están precedidas de una Nota Previa en la cual se explican el origen y el carácter del documento. Allí podemos leer que:
“Hoy más que en épocas anteriores, debido a los medios de comunicación (mass media), las noticias de tales apariciones se difunden rápidamente entre los fieles y, además, la facilidad de viajar de un lugar a otro favorece que las peregrinaciones sean más frecuentes, de modo que la Autoridad eclesiástica se ve obligada a discernir con prontitud sobre la materia.
Por otra parte, la mentalidad actual y las exigencias de una investigación científicamente crítica hacen más difícil o casi imposible emitir con la debida rapidez aquel juicio con el que en el pasado se concluían las investigaciones sobre estas cuestiones (constat de supernaturalitate, non constat de supernaturalitate: consta el origen sobrenatural, no consta el origen sobrenatural) y que ofrecía a los ordinarios la posibilidad de permitir o de prohibir el culto público u otras formas de devoción entre los fieles.”
Un protocolo de acción
En este contexto, y en bien de la plena comunión con la Iglesia y los frutos que de esta se derivan, es que se estableció el siguiente protocolo de acción:
“Cuando se tenga la certeza de los hechos relativos a una presunta aparición o revelación, le corresponde por oficio a la Autoridad eclesiástica:
a) En primer lugar juzgar sobre el hecho según los criterios positivos y negativos.
b) Después, en caso de que este examen haya resultado favorable, permitir algunas manifestaciones públicas de culto o devoción y seguir vigilándolas con toda prudencia (lo cual equivale a la formula “por el momento nada obsta”: pro nunc nihil obstare).
c) Finalmente, a la luz del tiempo transcurrido y de la experiencia adquirida, si fuera el caso, emitir un juicio sobre la verdad y sobre el carácter sobrenatural del hecho (especialmente en consideración de la abundancia de los frutos espirituales provenientes de la nueva devoción).”
Criterios para juzgar
Para dar pistas objetivas al discernimiento previsto en el punto (a) se establecieron “Criterios para juzgar, al menos con probabilidad, el carácter de presuntas apariciones o revelaciones”. Notemos que se pone una frase que deja la puerta abierta a un imprevisto: “al menos con probabilidad”. Creo que es una aclaración muy prudente que nos ayuda a descubrir la verdadera naturaleza de estas revelaciones privadas en comparación con la Revelación Única y Definitiva del Hijo de Dios (como se explicara más arriba). Estos son las indicaciones:
“A) Criterios positivos
a) La certeza moral o, al menos, una gran probabilidad acerca de la existencia del hecho, adquirida gracias a una investigación rigurosa.
b) Circunstancias particulares relacionadas con la existencia y la naturaleza del hecho, es decir:
Cualidades personales del sujeto o de los sujetos (principalmente equilibrio psíquico, honestidad y rectitud de vida, sinceridad y docilidad habitual hacia la Autoridad eclesiástica, capacidad para retornar a un régimen normal de vida de fe, etc.).
Por lo que se refiere a la revelación, doctrina teológica y espiritual verdadera y libre de error.
Sana devoción y frutos espirituales abundantes y constantes (por ejemplo: espíritu de oración, conversiones, testimonios de caridad, etc.).
B) Criterios negativos
a) Error manifiesto acerca del hecho.
b) Errores doctrinales que se atribuyen al mismo Dios o a la Santísima Virgen María o a algún santo, teniendo en cuenta, sin embargo, la posibilidad de que el sujeto haya añadido —aun de modo inconsciente— elementos meramente humanos e incluso algún error de orden natural a una verdadera revelación sobrenatural. (cfr. San Ignacio, Ejercicios. n. 336).
c) Afán evidente de lucro vinculado estrechamente al mismo hecho.
d) Actos gravemente inmorales cometidos por el sujeto o sus seguidores durante el hecho o con ocasión del mismo.
e) Enfermedades psíquicas o tendencias psicopáticas presentes en el sujeto que hayan influido ciertamente en el presunto hecho sobrenatural, psicosis o histeria colectiva, u otras cosas de este género.”
La acción de la autoridad eclesiástica
Fijados los criterios la pregunta sería: ¿cómo se debe proceder?
“Con ocasión de un presunto hecho sobrenatural que espontáneamente algún tipo de culto o devoción entre los fieles, incumbe a la Autoridad eclesiástica competente el grave deber de informarse sin dilación y de vigilar con diligencia.
La Autoridad eclesiástica competente, si nada lo impide teniendo en cuenta los criterios mencionados anteriormente, puede intervenir para permitir o promover algunas formas de culto o devoción cuando los fieles lo soliciten legítimamente (encontrándose, por tanto, en comunión con los Pastores y no movidos por un espíritu sectario). Sin embargo hay que velar para que esta forma de proceder no se interprete como aprobación del carácter sobrenatural del los hecho por parte de la Iglesia. (cf. Nota previa, c).
En razón de su oficio doctrinal y pastoral, la Autoridad competente puede intervenir motu proprio e incluso debe hacerlo en circunstancias graves, por ejemplo: para corregir o prevenir abusos en el ejercicio del culto y de la devoción, para condenar doctrinas erróneas, para evitar el peligro de misticismo falso o inconveniente, etc.
En los casos dudosos que no amenacen en modo alguno el bien de la Iglesia, la Autoridad eclesiástica competente debe abstenerse de todo juicio y actuación directa (porque puede suceder que, pasado un tiempo, se olvide el hecho presuntamente sobrenatural); sin embargo no deje de vigilar para que, si fuera necesario, se pueda intervenir pronto y prudentemente.”
¿Y quién es la “autoridad eclesiástica competente“? Se las enumera de acuerdo a las instancias primeras a últimas de intervención.
“1. El deber de vigilar o intervenir compete en primer lugar al Ordinario del lugar.
La Conferencia Episcopal regional o nacional puede intervenir en los siguientes casos:
a) Cuando el Ordinario del lugar, después de haber realizado lo que le compete, recurre a ella para discernir con mayor seguridad sobre la cuestión.
b) Cuando la cuestión ha trascendido ya al ámbito nacional o regional, contando siempre con el consenso del Ordinario del lugar.
La Sede Apostólica puede intervenir a petición del mismo Ordinario o de un grupo cualificado de fieles, o también directamente, en razón de la jurisdicción universal del Sumo Pontífice.”
Con la expresión “Ordinario del lugar” los cánones eclesiales se refieren al Obispo del lugar donde se producen determinados hechos. Es muy importante tener en cuenta quién es el que da la última palabra sobre el tema porque, frente a estos acontecimientos, hay quienes que afirman la veracidad de los mismos solamente porque el Padre Fulano o la Monja Sultana dijeron que “la cosa es de Dios”. No hay problema que lo digan como personas particulares pero no les corresponde afirmarlo en nombre de la Iglesia.
De la misma manera, la Nota deja abierta la posibilidad de que ocurran hechos que pueden ser dudosos pero no amenazan con el mal a la Iglesia: el obispo del lugar debe dejar que “corra el agua” (por decirlo con una expresión corriente) para que el tiempo sea el que aclare si lo que ocurre es de Dios o no. Y el “tiempo” (léase Dios actuando en nuestra historia) se encarga siempre de aclararlo.
Eso sí, cuando el Obispo del lugar se pronuncie en contra de algún fenómeno de este tipo… por lo menos dudemos de la veracidad de lo que está allí ocurriendo. No necesitamos ir detrás de tantas revelaciones privadas porque para ayudarnos a vivir tenemos un camino claro: el del la Gran Revelación que nos hizo el Hijo de Dios hecho carne, Jesús: Él es la Palabra última y definitiva del Padre hacia toda la humanidad.