En la primera lectura se encuentra la narración de la unción del rey David: su “elección” por parte de Dios, cuando custodiaba los rebaños de su padre. En el Evangelio aparece la experiencia del “ciego de nacimiento” curado por Jesús.
La dimensión de la colectividad
A diferencia de la samaritana, el encuentro con Cristo se realiza en una dimensión de colectividad. Junto a él están sus padres, testigos del hecho de su ceguera congénita y de su actual capacidad de ver, tras el milagro obrado por Jesús. Y entre unos y otros aparecen los fariseos, los que finalmente representan en la interpretación de Juan los verdaderos “ciegos” que no quieren ver.
Hay en el fondo de esta narración evangélica una presentación de la dimensión colectiva del pecado. Ante el mal que significa la ceguera congénita, se apunta a la posibilidad que sea un efecto del pecado del ciego mismo o de sus padres. Se buscan respuestas al misterio del mal, al misterio del pecado. Sólo el encuentro personal con Cristo puede iluminar la situación de pecado, liberar de las responsabilidades personales y de las intrincadas participaciones comunitarias y sociales en el pecado del mundo.
Revelación progresiva de Cristo
En el episodio del ciego de nacimiento hay también una progresiva revelación de Cristo. Se le reconoce como un hombre, como profeta, como Mesías, como alguien que procede de Dios. Mientras se abren progresivamente los ojos del ciego, no sólo a la luz del sol y de la vida sino también a la comprensión de la palabra y de la persona de Jesús, se va agudizando, por rechazo, la ceguera de los enemigos de su predicación, empecinados en no querer ver la luz. Contraste evidente entre un ciego de nacimiento que ve y unos videntes que quieren ser ciegos ante la luz. También aquí la revelación de Jesús llega a una personalización: Yo soy la Luz del mundo.
En la palabra y en la obra de Jesús, en su persona, tenemos la salvación personal y colectiva de esa ceguera que envuelve a la humanidad, a partir del pecado que envilece la capacidad intelectual del hombre y lo lleva a sumergirse, a sabiendas, en el mundo de las tinieblas, en el rechazo de la luz como norma y forma de vida.
Jesús salva siendo Luz del mundo. El bautismo es “photismós”, iluminación. El cristiano es un iluminado porque Cristo es su “photismós”, su iluminación. También en el Bautismo somos liberados de las tinieblas del mal y recibimos la luz de Cristo para vivir como hijos de la luz.
En el RICA se prevé la celebración del segundo escrutinio.
Orar con los salmos
Estamos aproximadamente a la mitad del camino de la Cuaresma. Les sugiero usar como oración durante el resto de este tiempo uno de los salmos penitenciales. Son siete.
El más conocido y usado es el Salmo 50 (51), usado con frecuencia durante este tiempo.
Este salmo -designado tradicionalmente con el nombre de Miserere- es la súplica penitencial por excelencia. El salmista es consciente de su profunda miseria (v.7) y experimenta la necesidad de una total transformación interior, para no dejarse arrastrar por su tendencia al pecado (v. 4). Por eso, además de reconocer sus faltas y de implorar el perdón divino, suplica al Señor que lo renueve íntegramente, “creando” en su interior “un corazón puro”. El tomo de la súplica es marcadamente personal y en el contenido de los salmos se percibe la influencia de los grandes profetas, en especial de Jeremías (24,7) y Ezequiel (36,25-27). En él, se encuentra, además, el germen de la doctrina paulina acerca del hombre nuevo (Col.3,10;Ef.4,24). Cf. El libro del Pueblo de Dios. Este es uno de los Salmos llamados penitenciales (6, 32 (31), 38 (37), 102 (101), 130 (129) y 143 (142).
Una Oración del penitente del Ritual de la Penitencia recoge el espíritu del Salmo 51[50]) “Misericordia, Dios mío, por tu bondad. Aparta tu vista de mis culpas y borra todos mis pecados. Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva la firmeza de mi espíritu”.
Propuesta: rezar este salmo o uno de los otros salmos penitenciales.