“En aquel tiempo, yo los haré volver,
en aquel tiempo los reuniré”
(Sof. 3,20)
Cuando las redes sociales ya no llenan
Miro hacia atrás y pienso en las juntadas con mis amigos. Estaba con ellos, pero a la vez no me encontraba ahí. Miraba Facebook, me preocupaba por “tirar” alguna historia en Instagram o tuiteaba algo que escuché de rebote para ver cuántos “likes” cosechaba.
Miro hacia atrás y pienso: ¡Qué manera de desaprovechar el tiempo! No contemplar la riqueza que tenía a mi alrededor… Dichosa esta cuarentena que nos hace reflexionar.
Hoy no reunimos, por Zoom o Skype, y el corazón sigue vacío. ¿Por qué eso no me llena? ¿Por qué, si a pesar de todo, estoy en constante comunicación gracias al Whatsapp?
El corazón sigue vacío porque reclama algo más auténtico, algo más natural, algo más simple. El corazón sigue vacío porque espera ser encontrado.
Y acá me animo a suponer, que no debe haber nada como el estar cara a cara con el hermano. Es un don inmenso, inigualable. Y me atrevo a pensarlo porque hasta el Señor decidió hacerse carne para estar reunido con nosotros. Él salió a nuestro encuentro, o mejor dicho, Él sigue saliendo a encontrarse con nosotros.
Empecemos a encontrarnos
Creo que el tiempo que corre es una circunstancia ideal para priorizar los encuentros. Y éstos no pueden ser desordenados ni azarosos. Eso es lo que me ha quedado claro en estos días. Hay que establecer prioridades, y no me refiero en la elección de “a quién si” o “a quién no” voy a ver.
Lo primero que surge, como una gran “crisis” de estos tiempos, es el encuentro con nosotros mismos. Ese es uno de los grandes encuentros que con la rutina y la cotidianeidad hemos pospuesto constantemente.
“Los llevaré al desierto,
y les hablaré al corazón”.
(cf. Os 2,14)
Hemos de vernos cara a cara, como si estuviésemos frente a un espejo. Hemos de reconocer nuestras limitaciones, eso que no nos gusta para nada de nosotros. No le pongamos ningún “filtro” a nuestra imagen, como acostumbramos a hacer en las fotos. Convivamos con nuestra humanidad, sin avergonzarnos de quienes somos en realidad.
Junto con nuestros límites, muy cerca de ellos, están nuestras virtudes. El testimonio de Dios en nuestras vidas, uno que dice: “estoy hecho a su imagen y semejanza” (cf. Gen 1,26). No todo es limitación, no todo es pecado; aquí está el Señor que clama a viva voz: “Este es mi hijo muy amado” (Mt 3,17).
Un encuentro muy esperado
Entonces ahí se produce el segundo encuentro. Cuando vamos a lo profundo de nuestro ser, allí está el Señor. Allí está el Padre, que en silencio aguarda a que sus hijos acudamos a Él.
Y puede que en ese encuentro nos terminemos de encontrar a nosotros. Puede que ahí comprendamos mucho de nuestras vidas. Puede que escuchándolo en lo profundo de nuestro ser surjan muchas respuestas. ¿Por qué sucedió esto? ¿Para qué me sirvió aquello? ¿Por qué aún cuando estoy con los que amo me siento vacío?
En los brazos del Padre encontramos las respuestas. Entendemos la ley fundamental: “Nos hiciste Señor para Ti, y nuestro corazón prevalecerá inquieto hasta que descanse en Ti” (Conf. 1, 1) como rezaba San Agustín.
La mejor “pretemporada” para el encuentro del prójimo
Encontrarse con un mismo, y allí encontrar al Señor, es también la forma en que cualquier misionero se prepara meses antes de ir en visita de sus hermanos. La misión es EL encuentro que la Iglesia hace en honor de Aquél que nos encontró primero.
Adoraciones, rosarios, reuniones, instancias de formación, todo eso y mucho más es lo que un grupo misionero prepara para que los suyos estén lo mejor dispuestos a la hora de golpear a las puertas de un hogar. Algo así como un equipo de fútbol que se pone a inicios de temporada para salir en busca del trofeo tan ansiado.
“Con mi Dios, puedo
escalar cualquier muralla”.
(Sal 18, 30)
La situación actual puede ser vivida como una pretemporada impuesta. Puede ser vista como un entrenamiento, como una oportunidad. En esta oportunidad nos podemos encontrar con nosotros mismos dejando de lado todas las excusas que en nombre de la rutina nos ponemos. Y entonces así, encontrarnos con el Dios que no se cansa nunca de esperarnos tal cual somos.
Llegar al Señor de la forma más auténtica puede ser el verdadero desafío. No llegar a Él como los más pecadores, ni como beatos irreprochables. Este es el entrenamiento más arduo que, en lo personal, he encontrado.
Llegando sin máscaras frente al Padre que nos ama infinitamente encontraremos las herramientas necesarias para amarnos tal cómo somos. Y amándonos tal como somos podremos amar a nuestros hermanos tal Él nos manda.
“El Señor cubrirá con su amor
al que confía en Él”.
(Sal 32,10)
El día que nos encontremos
El día que nos volvamos a ver tendremos la posibilidad de comprenderlo. De saber que lo importante está frente a nuestros ojos. De que las pantallas están para facilitar esa dicha de juntarnos, y que por nada del mundo la puede sustituir.
El día que nos volvamos a ver tendremos la dicha de saber lo valiosos que somos. De saber que nuestras vidas no son en vano, de que nuestras limitaciones no son obstáculos. De que las máscaras de nada nos valen frente al gozo de la autenticidad.
El día que nos volvamos a ver podremos descansar de la ansiedad reinante en el mundo. Descansar de los ideales que se nos han impuesto, sustituyéndolos por el deseo que fue inscripto en nuestros corazones: descansaremos en Él.
El día que nos volvamos a ver, y que ojalá sea pronto, espero que nos veamos tal y como Él nos ve.