Dios ha creado el mundo. Ha puesto en el las leyes que, en su sabiduría, creyó convenientes para que las cosas sean como sean. Creado todo en un instante o fruto de la lenta evolución de miles de millones de años… no se. Pero el cosmos reclama y manifiesta la mente divina. Y allí está El.
En el medio, nosotros, los seres humanos. Chiquititos, imperceptibles en la inmensidad de las estrellas. Pero aquí estamos: todo es para nosotros porque es un regalo del Creador. Un mundo que ni en asomos alcanzamos a entender con nuestras mentes…
Ahora, cosas que nos parecen evidentes, pero no lo son. ¿Dios tenía la “obligación” de relacionarse con los seres humanos? ¿No era suficiente crearnos y mantenerse al margen de todo? El gobierno y la cercanía del Señor (la Providencia) nos parece que es una conclusión lógica de la creación. Pero no lo es: bastan las leyes que ha puesto en la naturaleza para que todo transcurra normalmente. Podía haber creado y luego sentarse a tomar unos mates y ver transcurrir el lento devenir de las cosas…
Y, más aún: ¿tenía alguna obligación de, en Abrahán elegir un pueblo para hacer con el una Alianza? Y, el colmo de los colmos, ¿Qué lo obligaba a que su Hijo Eterno (la segunda persona de la Santísima Trinidad) se hiciera carne en el seno de María, naciera en Belén?
Si esto nos con-mueve, entonces con asombro contemplamos el pesebre. En silencio de adoración, o simplemente con un agradecido ¿por qué esto?
Si esto no nos con-mueve, no nos mueve las estructuras, entonces no tiene ningún motivo celebrar la Navidad. Gastemos con tranquilidad el aguinaldo en “las fiestas de fin de año”.