El Papa Francisco le dirigió unas palabras a la Curia Romana en la cual hablaba sobre los 15 males que la pueden afectar. Allí aclaró que estos también son de cualquier institución pastoral católica, incluidas las parroquias. Por eso me he atrevido a reescribirlo cambiando el destinatario de estas palabras.
Es una especie de examen de conciencia para diagnosticar problemas y solucionarlos. Francisco dice que el principio de toda solución cristiana está en confiar en la acción del Espíritu Santo. “Es el Espíritu Santo el que sostiene todo esfuerzo sincero de purificación y toda buena voluntad de conversión. Es él quien nos hace comprender que cada miembro participa en la santificación del cuerpo y también en su decaimiento. Él es el promotor de la armonía.”
Pero también aclara que “la curación es también fruto del tener conciencia de la enfermedad, y de la decisión personal y comunitaria de curarse, soportando pacientemente y con perseverancia la cura.” Por esto debemos poner también nuestro esfuerzo de conversión personal y pastoral.
Estos son los “síntomas” para que hagamos un correcto diagnóstico.
1. El mal de sentirse “inmortal”, “inmune”, e incluso “indispensable”.
Cuando esto ocurre la primera consecuencia es la de descuidar los controles necesarios y normales. Una parroquia que no se autocrítica, que no se actualiza, que no busca mejorarse, es un cuerpo enfermo. Una enfermedad que no se ve a primera vista, pero que existe.
Esta enfermedad se deriva a menudo de la patología del poder, del “complejo de elegidos”, del narcisismo que mira apasionadamente la propia imagen y no ve la imagen de Dios impresa en el rostro de los otros, especialmente de los más débiles y necesitados.
El antídoto contra esta epidemia es la gracia de sentirse pecadores y decir de todo corazón: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17,10).
2. El mal de “martalismo”.
El nombre viene de Marta. Es el mal de la excesiva laboriosidad, es decir, el de aquellos enfrascados en el trabajo, dejando de lado, inevitablemente, “la mejor parte”: el estar sentados a los pies de Jesús (cf. Lc 10,38-42). Por eso, Jesús llamó a sus discípulos a “descansar un poco” (Mc 6,31), porque descuidar el necesario descanso conduce al estrés y la agitación.
3. El mal de la “petrificación” mental y espiritual.
Es el de aquellos que tienen un corazón de piedra y son “duros de cerviz” (Hch 7,51). De los que, a lo largo del camino, pierden la serenidad interior, la vivacidad y la audacia, y se esconden detrás de los papeles, convirtiéndose en “máquinas de legajos”, en vez de en “hombres de Dios” (cf. Hb 3,12).
Es peligroso perder la sensibilidad humana necesaria para hacernos llorar con los que lloran y alegrarnos con quienes se alegran. Es la enfermedad de quien pierde “los sentimientos propios de Cristo Jesús” (Flp 2,5), porque su corazón, con el paso del tiempo, se endurece y se hace incapaz de amar incondicionalmente al Padre y al prójimo (cf. Mt 22,34-40).
4. El mal de la planificación excesiva y el funcionalismo.
Cuando el apóstol programa todo minuciosamente y cree que, con una perfecta planificación, las cosas progresan efectivamente, se convierte en un contable o gestor. Es necesario preparar todo bien, pero sin caer nunca en la tentación de querer encerrar y pilotar la libertad del Espíritu Santo, que sigue siendo más grande, más generoso que todos los planes humanos (cf. Jn 3,8).
Se cae en esta enfermedad porque siempre es más fácil y cómodo instalarse en las propias posiciones estáticas e inamovibles. En realidad, la Iglesia se muestra fiel al Espíritu Santo en la medida en que no pretende regularlo ni domesticarlo... ¡domesticar al Espíritu Santo!, él es frescura, fantasía, novedad.
5. El mal de una falta de coordinación.
Cuando los miembros pierden la comunión entre ellos, el cuerpo pierde su armoniosa funcionalidad y su templanza, convirtiéndose en una orquesta que produce ruido, porque sus miembros no cooperan y no viven el espíritu de comunión y de equipo. Como cuando el pie dice al brazo: “No te necesito”, o la mano a la cabeza: “Yo soy la que mando”, causando así malestar y escándalo.
6. La enfermedad del “Alzheimer espiritual”.
Es el olvido de la “historia de la salvación”, de la historia personal con el Señor, del “primer amor” (Ap 2,4). Es una disminución progresiva de las facultades espirituales que, en un período de tiempo más largo o más corto, causa una grave discapacidad de la persona, por lo que se hace incapaz de llevar a cabo cualquier actividad autónoma, viviendo un estado de dependencia absoluta de su manera de ver, a menudo imaginaria.
Lo vemos en los que han perdido el recuerdo de su encuentro con el Señor; en los que no tienen sentido “deuteronómico” de la vida; en los que dependen completamente de su presente, de sus pasiones, caprichos y manías; en los que construyen muros y costumbres en torno a sí, haciéndose cada vez más esclavos de los ídolos que han fraguado con sus propias manos.
7. El mal de la rivalidad y la vanagloria.
Es cuando la apariencia, el color de los atuendos y las insignias de honor se convierten en el objetivo principal de la vida, olvidando las palabras de san Pablo: “No obren por vanidad ni por ostentación, considerando a los demás por la humildad como superiores. No se encierren en sus intereses, sino busquen todos el interés de los demás” (Flp 2,3-4).
Es la enfermedad que nos lleva a ser hombres y mujeres falsos, y vivir un falso “misticismo” y un falso “quietismo”. El mismo san Pablo los define “enemigos de la cruz de Cristo”, porque su gloria “está en su vergüenza; y no piensan más que en las cosas de la tierra” (Flp 3,18.19).
8. El mal de la esquizofrenia existencial.
Es la enfermedad de quien tiene una doble vida, fruto de la hipocresía típica de los mediocres y del progresivo vacío espiritual, que grados o títulos académicos no pueden colmar. Es una enfermedad que afecta a menudo a quien, abandonando el servicio pastoral, se limita a los asuntos burocráticos, perdiendo así el contacto con la realidad, con las personas concretas.
De este modo, crea su mundo paralelo, donde deja de lado todo lo que enseña severamente a los demás y comienza a vivir una vida oculta y con frecuencia disoluta. Para este mal gravísimo, la conversión es más bien urgente e indispensable (cf. Lc 15,11-32).
9. El mal de la cháchara, de la murmuración y del chusmerío.
Es una enfermedad grave, que tal vez comienza simplemente por charlar, pero que luego se va apoderando de la persona hasta convertirla en “sembradora de cizaña” (como Satanás), y muchas veces en “homicida a sangre fría” de la fama de sus propios colegas y hermanos.
Es la enfermedad de los rufianes, que, no teniendo valor para hablar directamente, hablan a sus espaldas. San Pablo nos amonesta: “Háganlo todo sin murmuraciones ni discusiones, para ser irreprensibles e inocentes” (cf. Flp 2,14-18). Hermanos, ¡guardémonos del terrorismo de las habladurías!
10. El mal de divinizar a los párrocos.
Es la enfermedad de quienes cortejan a los superiores, esperando obtener su benevolencia. Son víctimas del arribismo y el oportunismo, honran a las personas y no a Dios (cf. Mt 23,8-12). Son personas que viven el servicio pensando sólo en lo que pueden conseguir y no en lo que deben dar. Son seres mezquinos, infelices e inspirados únicamente por su egoísmo fatal (cf. Ga 5,16-25).
Este mal también puede afectar a los superiores, cuando halagan a algunos colaboradores para conseguir su sumisión, lealtad y dependencia psicológica, pero el resultado final es una auténtica complicidad.
11. El mal de la indiferencia hacia los demás.
Se da cuando cada uno piensa sólo en sí mismo y pierde la sinceridad y el calor de las relaciones humanas. Cuando el más experto no pone su saber al servicio de los colegas con menos experiencia. Cuando se tiene conocimiento de algo y lo retiene para sí, en lugar de compartirlo positivamente con los demás. Cuando, por celos o bribonada, se alegra de la caída del otro, en vez de levantarlo y animarlo.
12. El mal de la cara fúnebre.
Es el de las personas rudas y sombrías, que creen que, para ser serias, es preciso untarse la cara de melancolía, de severidad, y tratar a los otros (especialmente a los que considera inferiores) con rigidez, dureza y arrogancia. En realidad, la severidad teatral y el pesimismo estéril son frecuentemente síntomas de miedo e inseguridad de sí mismos.
El apóstol debe esforzarse por ser una persona educada, serena, entusiasta y alegre, que transmite alegría allá donde esté. Un corazón lleno de Dios es un corazón feliz que irradia y contagia la alegría a cuantos están a su alrededor: se le nota a simple vista.
No perdamos, pues, ese espíritu alegre, lleno de humor, e incluso autoirónico, que nos hace personas afables, aun en situaciones difíciles. ¡Cuánto bien hace una buena dosis de humorismo!
13. El mal de acumular.
Se produce cuando el apóstol busca colmar un vacío existencial en su corazón acumulando bienes materiales, no por necesidad, sino sólo para sentirse seguro. En realidad, no podremos llevarnos nada material con nosotros, porque “el sudario no tiene bolsillos”, y todos nuestros tesoros terrenos nunca podrán llenar ese vacío, es más, lo harán cada vez más exigente y profundo.
A estas personas el Señor les repite: “Tú dices: Soy rico; me he enriquecido; nada me falta. Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo... Sé, pues, ferviente y arrepiéntete” (Ap 3,17-19). La acumulación solamente hace más pesado el camino y lo frena inexorablemente.
14. El mal de los círculos cerrados.
Allí la pertenencia al grupo se hace más fuerte que la pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones, a Cristo mismo. También esta enfermedad comienza siempre con buenas intenciones, pero con el paso del tiempo esclaviza a los miembros, convirtiéndose en un cáncer que amenaza la armonía del Cuerpo y causa tantos males (escándalos) especialmente a nuestros hermanos más pequeños.
La autodestrucción o el “fuego amigo” de los colegas es el peligro más engañoso. Es el mal que ataca desde dentro. Es, como dice Cristo: “Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado” (Lc 11,17).
15. El mal de la ganancia mundana y del exhibicionismo.
Cuando el apóstol transforma su servicio en poder, y su poder en mercancía para obtener beneficios mundanos o más poder. Es la enfermedad de las personas que buscan insaciablemente multiplicar poderes y, para ello, son capaces de calumniar, difamar y desacreditar a los otros, incluso en los periódicos y en las revistas o las redes sociales. Naturalmente para exhibirse y mostrar que son más entendidos que los otros.
También esta enfermedad hace mucho daño al Cuerpo, porque lleva a las personas a justificar el uso de cualquier medio con tal de conseguir dicho objetivo, con frecuencia ¡en nombre de la justicia y la transparencia!
Como podemos ver, en este resumen de las palabras de Francisco hay una invitación a una mirada interior. Están dirigidas a todos los que en una comunidad parroquial tienen alguna manera de participación ministerial. Son males que pueden ser personales. Pero también lo podemos tener como comunidad. Por eso es bueno detenerse a pensar y, si es necesario, decidirse a cambiar de vida para hacerla más transparente del Evangelio