El tiempo se hace largo y corremos el riesgo de que esta “normalidad de cuarentena” nos vaya haciendo perder de vista cuestiones que son esenciales para nuestra vida de fe. Por esto es muy oportuno el contenido de esta carta del Cardenal Sarah a los Presidentes de las Conferencias Episcopales de la Iglesia Católica sobre la celebración de la liturgia durante y después de la pandemia del COVID 19.

Es muy interesante todo lo que propone, pero quiero compartirles solamente esto que está relacionado con un tema fundamental: la participación en Misa. Me he permitido subtitularlo para que sea más fácil la lectura. Pero el resto es literal de su carta. Creo que si se lo comenta… le agregamos palabras inútiles a lo que está muy bien expresado.

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El ejemplo de los mártires de Abitinia

Este tiempo de privación nos puede dar la gracia de comprender el corazón de nuestros hermanos mártires de Abitinia (inicios del siglo IV), los cuales respondieron a sus jueces con serena determinación, incluso de frente a una segura condena a muerte: «Sine Dominico non possumus» (sin lo que es del Señor no podemos).

El absoluto non possumus (no podemos) y la riqueza de significado del sustantivo neutro Dominicum (lo que es del Señor) no se pueden traducir con una sola palabra. Una brevísima expresión compendia una gran riqueza de matices y significados que se ofrecen hoy a nuestra meditación.

No podemos vivir sin la Palabra de Dios

No podemos vivir, ser cristianos, realizar plenamente nuestra humanidad y sus deseos de bien y de felicidad que habitan en el corazón sin la Palabra del Señor, que en la celebración toma cuerpo y se convierte en palabra viva, pronunciada por Dios para quien hoy abre su corazón a la escucha.

No podemos vivir sin participar en el Sacrificio de la Cruz

No podemos vivir como cristianos sin participar en el Sacrificio de la Cruz en el que el Señor Jesús se da sin reservas para salvar, con su muerte, al hombre que estaba muerto por el pecado; el Redentor asocia a sí a la humanidad y la reconduce al Padre; en el abrazo del Crucificado encuentra luz y consuelo todo sufrimiento humano.

No podemos vivir sin el banquete de la Eucaristía

No podemos sin el banquete de la Eucaristía, mesa del Señor a la que somos invitados como hijos y hermanos para recibir al mismo Cristo Resucitado, presente en cuerpo, sangre, alma y divinidad en aquel Pan del cielo que nos sostiene en los gozos y en las fatigas de la peregrinación terrena.

No podemos vivir sin la comunidad cristiana

No podemos sin la comunidad cristiana, la familia del Señor: tenemos necesidad de encontrar a los hermanos que comparten la filiación divina, la fraternidad de Cristo, la vocación y la búsqueda de la santidad y de la salvación de sus almas en la rica diversidad de edad, historias personales, carismas y vocaciones.

No podemos vivir sin la casa del Señor

No podemos sin la casa del Señor, que es nuestra casa, sin los lugares santos en los que hemos nacido a la fe, donde hemos descubierto la presencia providente del Señor y hemos descubierto el abrazo misericordioso que levanta al que ha caído, donde hemos consagrado nuestra vocación a la vida religiosa o al matrimonio, donde hemos suplicado y dado gracias, hemos reído y llorado, donde hemos confiado al Padre nuestros seres queridos que han finalizado ya su peregrinación terrena.

No podemos vivir sin la Misa del Domingo

No podemos sin el día del Señor, sin el Domingo que da luz y sentido a la sucesión de los días de trabajo y de las responsabilidades familiares y sociales. Aun cuando los medios de comunicación desarrollen un apreciado servicio a los enfermos y aquellos que están imposibilitados para ir a la iglesia, y han prestado un gran servicio en la transmisión de la Santa Misa en el tiempo en el que no había posibilidad de celebrarla comunitariamente, ninguna transmisión es equiparable a la participación personal o puede sustituirla.

Más aun, estas transmisiones, pos sí solas, corren el riesgo de alejar de un encuentro personal e íntimo con el Dios encarnado que se ha entregado a nosotros no de modo virtual, sino realmente, diciendo: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él» (Jn 6,56). Este contacto físico con el Señor es vital, indispensable, insustituible.

Una vez que se hayan identificado y adoptado las medidas concretas para reducir al mínimo el contagio del virus, es necesario que todos retomen su lugar en la asamblea de los hermanos, redescubran la insustituible preciosidad y belleza de la celebración, requieran y atraigan, con el contagio del entusiasmo, a los hermanos y hermanas desanimados, asustados, ausentes y distraídos durante mucho tiempo.

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