Cuenta la historia que, dado las guerras con los musulmanes, los cristianos de la época bloquearon las puertas de la Basílica de la Natividad (donde según la tradición nació el Señor) para que los guerreros no entren en sus caballos a destruirla.
Luego de un tiempo, la puerta principal quedó de un pequeñísimo tamaño que dejó una providente lección para toda la humanidad, y es que para pasar las puertas de la Basílica de la Natividad en Belén hay que hacerse pequeño. La historia ha llevado a que esto sea así, como también Dios lo ha querido para darnos una lección más en “los signos de los tiempos”.
Es increíble como de los más desafiantes contextos surgen las más impactantes historias de la humanidad. El Niño de Belén es un símbolo que recorrió el mundo, que la gente contempla en sus pesebres del 8 de diciembre hasta después de la Fiesta de los Reyes Magos.
Pero este símbolo, quizá por acostumbramiento o desinterés, ha perdido fuerza, no logra representar lo que alguna vez expresó.
La navidad ya llega, está pronto a conmemorarse con más fuerza que en el resto del año, el amor y la ternura de un Dios que se anonadó. Que se volvió frágil, que se hizo un niño como todos. Recemos juntos este misterio.
La creación
¿Quién, pues, es Este que aun el viento y el mar le obedecen?” (Mt. 8,27)
Desde una estrella hasta los animales que habitaban el establo le hicieron compañía a la Sagrada Familia. Los animales, intuitivos en su naturaleza, ¿habrán notado que Dios mismo, quien los creó, estaba junto a ellos? No puedo asegurar nada, pero puedo esperar mucho de esa bella escena.
Los astros, por su parte, le rendían un hermoso homenaje a Aquel que los mandó brillar. Lo iluminan en la noche de Belén, le dan la bienvenida al Hijo de Dios por quién ellos hoy pueden brillar.
La creación, tal como nuestros corazones cuando se abren al misterio, puede notar que no era una noche más; pueden intuir que allí estaba aconteciendo algo inédito, algo que rompería la historia para siempre.
La humanidad
El evangelio nos presenta los dos polos del misterio de la humanidad, desde el siempre citado “no había allí lugar para ellos” (cf. Lc 2,7) a lo que los pastores mismos proclamarían “crucemos a ver lo que nos ha comunicado el Señor” (cf. Lc 2, 15). Dios nos anticipa en estas dos citas lo que sería la misión de su Hijo, su predilección por los pequeños, por los olvidados.
Nuestra vida, lejos de estancarse en uno de los dos puntos, se mueve como un péndulo entre ambos; a veces le damos lugar y otras no queremos que habite.
¿Por qué no querríamos que habite? ¿Por qué no quisiéramos darle lugar a Aquél que todo lo puede? Puede ser por soberbia, porque ya le hemos dado lugar en nuestra vida a otras “navidades” y esta es demasiado pequeña para tener relevancia. Puede ser por miedo, por heridas del pasado que nos impiden confiar, abandonarnos. Puede ser por vergüenza, porque entre tantas cosas que ocupan nuestra vida Él no tiene lugar.
Era allí, bajo las cabezas inclinadas de los animales donde depositó al Recién Nacido. Se inclinó. Sobre la paja yacía el Niño. Un Niño como los demás niños... No se diferenciaba de los niños recién nacidos que había visto... Necesitaba protección. El buey y el asno miraban al Niño desde arriba con una especie de expresión comprensiva en el hocico. El perro se empinó y lamió la manita levantada. (La Sombra del Padre, Jan Dobraczynski).
Pero a fin de cuentas, Él quiere el pesebre. No quiso palacios, no quiso monumentos, no quiso lujos: Él quiere nuestro pesebre. Quiere, en nuestra soberbia, el último rinconcito de nuestro corazón; en nuestros miedos aquél lugar donde apenas podemos confiar, en nuestra vergüenza nuestros propios pecados. Desde ahí Él quiere cambiar todo, pues quiere enternecernos.
Unas preguntas
¿Quién puede resistirse a la ternura de un niño? ¿Quién puede evitar maravillarse con tanta hermosura y fragilidad junta? En la soberbia, Él se nos muestra pequeño. En nuestros miedos, Él se nos revela confiable. En nuestras miserias, Él nace en un comedero de animales. ¿Qué nos pide entonces? Un pequeñísimo lugar desde el cual cambiarnos la vida, tal y como cambió para siempre la historia del mundo.
La paja estaba podrida. El pesebre era duro y poco hondo. En un ángulo había un montón de basura y excrementos de animales. Sólo el más mísero ser de la tierra, pensé, ha podido nacer en semejante abandono. Aquél no era un lugar para un descendiente de David, para un profeta, para un Mesías (Cartas de Nicodemo, Jan Dobraczynski).
Puede que las fiestas para muchos sea un motivo de estrés. Por la comida, por las visitas, por las disputas familiares que no responden – e incluso se incrementan – en días importantes. Puede que el tentador desee que esto nos desmotive.
¿Cómo puede ser posible que un día así celebremos de este modo? ¿Cómo puede ser que la gente se preocupe por tantas cosas y no por lo esencial? Y, sin darnos cuenta, nosotros también caímos en la misma tentación. Preparemos el pesebre, el que de verdad importa, para Quien en verdad importa.
La historia nos habla
La navidad contempla la fibra más sensible del corazón humano: la llegada de una nueva vida. La venida de Aquél que es la vida.
Ojalá que todos podamos pasar por las puertas de la Basílica de la Natividad, donde nos tenemos que hacer pequeños para poder pasar.
Ojalá que todos podamos cerrar los ojos y dejar hablar al corazón para poder detectar en lo más profundo a Aquél que nos creó.
Ojalá que podamos, en el medio de nuestras virtudes y miserias, dejar al menos un pequeñísimo lugar para que Él haga de nosotros, un nuevo pesebre para el mundo.