Que se entienda bien:

“Es a Jesús a quien buscan cuando sueñan con la felicidad” (San Juan Pablo II)

Hace tiempo no andaba por acá divagando de los idas y venidas de las vida, pero bueno, la verdad es que la vida adulta me hizo hipotecar parte de este arte que supone escribir. Pero, a pesar de ellos, Dios no me ha quitado la oportunidad de vivir una aventura junto con los sube y baja emocionales que ella implica.

Parte de esta aventura es convivir con la frustración de querer (como el 95% de los recién recibidos) cambiar el mundo con la fuerza del conocimiento que adopté en mis años de formación. Y así fue que en estos meses de caminar entre centros barriales y el Hogar de Cristo fui llegando a algunas conclusiones que quisiera compartirles.

Mis límites eran los de los demás:

Tres veces rogué al Señor que me la quitara; pero él me dijo: “Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Cor. 12, 8-9)

Y así me pasó que me encontré frente a la frustración: estando en contextos donde muchos de los derechos de las personas están vulnerados, donde la violencia es la moneda oficial, donde la familia capaz de recibir y contener está ausente.

Como cualquier persona, les juro que quería hacer todo a mi alcance para cambiar eso, que esos jóvenes no vivan así, que esas heridas puedan sanar, que puedan entender que hasta el peso argentino es una moneda más confiable que la que acostumbran usar.

Pero no, no había caso, sin importar lo que intentara me daba la cabeza contra la pared. ¿Por qué Dios permitía todo eso? No les miento, por instantes uno piensa que Él se olvidó de ellos. Y ahí me di cuenta que todo iba mal, porque Él no se olvida de nadie.

Che Kechu, ¿y por casa como andamos?

“Amarás a tu prójimo COMO A TI MISMO” (Mt 22, 39)

Después de notar la frustración que todo esto me generó, comencé a ver cómo iban las heridas que se me volvían a abrir. Veía como ese deseo de cambiar la situación de los demás (por más noble y filantrópico que pudiese parecer) era una excusa inmadura para no caminar con ellos en su realidad; o siguiendo la jerga de los Hogares de Cristo, de recibir la vida como viene.

Porque, a fin de cuentas, ¿no había sido recibido mi vida tal y como venía? ¿No había recibido yo paciencia y cariño frente a mis límites? ¿No había encontrado paciencia frente a mis costumbres aunque estas fuesen molestas?

Y acá fue que con ayuda de un consejo sacerdotal me acordé de Él, o mejor dicho, de ellos. Porque la vara necesitaba ser más limitada, más errada, más cercana. Y no porque El Hijo de Dios no sea lo suficiente humano y cercano, pero necesitaba comprender como “opera” Su presencia en los demás.

Pedro, el que parecía no cambiar más

“Señor, tu lo sabes todo; tu sabes que te quiero” (Jn 21, 17).

De los discípulos más cercanos, de los pocos que “las vivió todas” junto al Señor. Elegido para ser la piedra de la Iglesia y testigo de muchísimas revelaciones de Lo Alto. Pero a su vez, el duro de entender, impulsivo, desconfiado y bastante “termo” en su carácter.       

El clímax de la vida de Pedro, tal y como pude entenderlo, se dio luego de la resurrección a orillas del lago. En esa famosa escena en la que el Maestro le pregunta “¿Me amas?”.  

Ahí está Pedro, con el peso de las tres negaciones y del horror del viernes santo soplándole en la nuca. Pero ahí está Jesús redoblando la apuesta, como en cada momento de su vida. Tres veces le pregunta el Señor, la misma cantidad de veces que Él lo negó, pues lo invita a empezar de nuevo.

Pero Pedro sigue bajo el peso culposos del pecado y se entristece. Porque Jesús le pregunta si lo ama y él intenta ser sincero y sólo dice “sabes que te quiero” (no quisiera hacer una catequesis sobre los verbos amar y querer, apelo a que se comprenda la diferencia, pero aquí les dejo algo sobre el tema por si quieren leer a Benedicto XVI).

Cristo es novedad, ayer hoy y siempre

“…por causa de Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte”. (2Cor 12, 10)

Luego del segundo te quiero Jesús rompe con todo y le re-pregunta por tercera vez “¿quieres más que estos?”. Porque Jesús entendió el límite de su discípulo y lo abrazó, y para abrazarlo tuvo que pedirle lo que él podía dar. Fue como si le dijese: “entiendo que hasta acá llegás, y quiero eso que me podés dar”.

Y les juro que cuando lo oí de voz del confesor me emocioné, y al emocionarme entendí. Recordé las tantísimas veces que había oído que “su gracia me basta”, porque en verdad es así, su gracia nos basta.

Porque esa gracia es la que nos hace dar el plus que salta de un te quiero a un te amo, y podemos amar porque antes hemos sido amados. Él estaba ahí diciéndome, no me ames según un estándar al que no podrás llegar, antes bien llega a donde puedas y después yo te llevo el resto del camino.  

Lo que queda de ahora en adelante

“y nunca permitas que crea que serte fiel sólo depende de mí.”

¿Y qué puedo hacer ahora que he recibido esta gracia? ¿Qué puedo hacer sabiendo que El Rey de Reyes se conforma con mi simple “te quiero”? ¿Cómo me he de comportar con cada uno de mis hermanos? ¿Cómo me he de comportar conmigo mismo?

Este fue un resumen de los primeros meses de adulto y profesional, en los que Dios me mostró a través de la vida cotidiana los muchísimos límites que tendré que abrazar en mi vida y en los que el caminar con mis hermanos se presentarán cotidianamente. En los que la confianza que pueda tener en Él y en Su misión estará directamente vinculada a la capacidad de confiar que mi todo (aunque limitado e imperfecto) es todo lo que el precisa.

Porque de esta charla de Pedro y Jesús pude acariciar la verdadera experiencia de abrazar la vida como viene y no como quisiera que fuese, porque hay una historia que nos limita, hay heridas que nos atan, hay pecados que estancan a dar el paso hacia el verdadero amor.

Y difícilmente podré en algún momento hacerlo si yo no puedo abrazar mis pobres “te quiero” tal y cómo Jesús lo hace. Porque acá todo empieza a tener sentido, acá se resignifica el límite humano que Él ha redimido haciéndose uno de nosotros, porque acá lo esencial de la vida de cada persona se sobrepone por encima de lo accidental que vemos desde la superficie.

Acá y sólo acá se entiende que el ojo por ojo en verdad tiene sentido.

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