La calma que precede a la tormenta
¿Qué pasó? ¿Qué falló? Arranco la semana santa con una experiencia de desolación, con un vacío en el pecho fruto de andar tan inmerso en la cotidianeidad del mundo.
Veo la violencia en las discrepancias, la indiferencia ante los sufrimientos del prójimo, la irresponsabilidad ante las decisiones; y por sobre todo, la desesperanza resumida en una afirmación: "Es al pedo, uno no puede cambiar nada". Por si fuera poco, lo más triste es que todo eso no sólo lo veía en el mundo exterior, sino que lo tenía arraigado en mí.
Tan arraigado estaba este sentimiento de que algo estaba mal, de que no podía ser bueno, de que por más que lo intente no iba a tener buenos resultados; que, al salir a la calle, lo notaba por todos lados.
Humildad y desolación
Y así llegamos al jueves santo. Celebramos la Última Cena, la entrega humilde de Dios que se quedó para siempre en la sencillez de la apariencia de pan. Hasta ahí, una cátedra de humildad.
Luego viene el Getsemaní, la decisión de apartar el cáliz o hacer la voluntad del Padre. Varios recuerdos vinieron a mi mente, de otros tiempos cuando me sentía consolado y confiaba en las promesas de Dios. De otros tiempo cuando mi corazón se animaba a decir "Hágase". Pero tan sólo son recuerdos, borrosos e inespecíficos, de otros tiempos que evidentemente no tienen nada que ver con lo que hoy día sucede.
Este sentimiento de desolación, el propio de estar frente a la inminente sensación de morir – o para ser menos trágicos – de ver que se va a derrumbar; ese era el sentimiento que tomaba forma cada vez más nítida en mí.
Entonces pensaba ¿dónde han quedado los días en qué era consolado? ¿dónde han ido aquellos días en que en mi fe podía encontrar las respuestas para caminar junto a Cristo? ¿dónde fueron a parar esos días de “Galilea” en que el Señor estaba claramente a mi lado?
No, no hay nada eso. No sé por qué, qué hice mal, en qué habré fallado. Tan sólo se que me encuentro sólo frente a esta situación imposible de ser esquivada.
"Porque ¿quién de ustedes, que quiere edificar una torre,
no se sienta primero a calcular los gastos,
y ver si tiene para acabarla?"
(Lc 14,28)
Y con este prólogo de amargura y decepción llegamos a la Pasión del Señor. Y si bien siempre supe que el camino no iba a ser fácil, nunca imaginé que "cargar con la cruz y seguirlo" sería tan literal. Siempre lo escuché y lo tomé como una hermosa alegoría, como una representación muy bella de entregarse, pero no como una afirmación concreta.
Nubarrones de inseguridad
Tenía miedo, estaba nublado por la inseguridad, ¿qué pasará después? ¿qué podría salir de bueno de todo esto? ¿qué garantías tengo?
La desolación frente a la aparente victoria del mal se comienza a expandir. Verlo a Cristo desfigurado por el pecado y sentir las réplicas de esa imagen en el día a día; y así – sin darme cuenta y siendo totalmente asaltado - surgen imágenes de un pasado triste, hostil, inseguro; imágenes de un pasado que alimentaban la idea de "la humanidad ya vino fallada" y de que "no tenemos remedio".
Pero, ¿Cómo no pensar eso? ¿Cómo no pensar que esto es real si día a día tengo pruebas de ello?
No había mucho tiempo para pasar cosas por el corazón, la semana santa implica una agenda complicada y de un compromiso hay que salir volando a otro. Había que tomar la cruz o salir disparado para el otro lado, en este tipo de cosas, no hay medias tintas.
Alégrese también nuestra madre la Iglesia,
revestida de luz tan brillante;
resuene este templo con las aclamaciones del pueblo.
(Pregón Pascual)
Así llegamos a la noche del viernes, en una inusual peregrinación de las 7 Iglesias, donde la muerte se empieza a dar cuenta de que "se le está dando vuelta la tortilla".
La esperanza del caminar
En medio de una pandemia, un grupo de personas sale a caminar por las calles. Sale a dar testimonio de Aquél que venció. Sale a anunciar que hay esperanza.
El pánico del Covid se vio desplazado en los rostros emocionados de los vecinos que, entre lágrimas, saludaban a quienes le habían la sensación de que no todo estaba tan mal. Y eso que no podían salir, muchos de ellos ancianos, pero así y todo se sentían parte; sentían que no estaban solos.
Y así, en un cúmulo de ansiedad entre lo que fue y lo que podría llegar a ser, llegamos a la vigilia. Al día de la resurrección.
Encendimos el fuego y con él, la luz del cirio pascual. Oímos el pregón pascual. Escuchamos el Plan de Salvación narrado en las escrituras. Cantamos a viva voz el Gloria. Y, sobre el final de un gran buffet de lecturas, una frase resuena en lo profundo del corazón: “¡Vayan a Galilea! Allí me encontrarán”.
No es la primera vez que la oigo, claro está, así como no es la primera vez que reparo en ella. Pero esta vez tuvo un condimento distinto, porque no la esperaba, no recordaba que iba a oírla, mi mente no asimiló que esas palabras tan hermosas iban a ser leídas.
¿Cómo era posible? Hoy, en la tarde del domingo de resurrección, creo haberme dado cuenta de que ¡No esperaba la resurrección! Por eso no esperaba la invitación a Galilea. Por eso no quería tomar la cruz.
El pecado del día a día fue ganando terreno de forma tan gradual que la esperanza me había sido arrebatada sin que yo me diera cuenta. Pero, eso tiene hoy la oportunidad de ser cosa del pasado. Porque el tan ansiado día llegó.
Acerca de promesas cumplidas...
El tan ansiado día en que la promesa fue cumplida. El tan ansiado día en que el dolor de la cruz cobró sentido. El tan ansiado día que demostró de una vez y por todas que el pecado NO tiene la última palabra.
Ahí está Cristo que, habiendo vencido a la muerte, nos invita a atravesar junto a Él ésta, la más grande y gloriosa de todas las aventuras.
¡Qué noche tan dichosa en que se une
el cielo con la tierra, lo humano y lo divino!
(Pregón Pascual).
Sentirse llamado, responder a la invitación, cargar con la cruz y resucitar. En eso consiste gran parte de la vida cristiana.
Seamos fieles a la invitación del Señor ¡vayamos a Galilea! Dónde nos espera el Cristo definitivo, el Resucitado.