Todo cristiano expresa, muchas veces este misterio, cuando proclama con fe “Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo”, una alabanza y una adoración, que se debe convertir en vida.
Cuando san Pablo se dirige a los Corintios, diciendo: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con ustedes» (2 Cor 13, 13), nos ofrece una confesión de fe trinitaria. Es un testimonio precioso de la fe del apóstol en Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que nos hace recordar el final del evangelio según Mateo: «Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt. 28, 19).
¿Cómo profundizar en este misterio? Una ayuda la ofrece la oración colecta de la Eucaristía:
“Dios, Padre todopoderoso, que has enviado al mundo la Palabra de la verdad y el Espíritu de santificación para revelar a los hombres tu admirable misterio, concédenos profesar la fe verdadera, conocer la gloria de la eterna Trinidad y adorar su Unidad todopoderosa”.
En la oración, la Iglesia trata de sintetizar lo que Dios mismo nos ha querido manifestar de sí mismo. Esto se ha dado porque Dios, que es nuestro Padre, nos ha querido comunicar el secreto de “su vida”. Lo hace por medio de Jesucristo, su Hijo, que nos envió su Espíritu que vive en nosotros. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3, 16).
La Santísima Trinidad en la Liturgia
La liturgia es una acción de Dios (llamada precisamente “opus Dei” por San Benito) y una acción de los creyentes, ya que en la obra de Dios éstos participan, es decir toman parte. La participación es interior y exterior, mediante palabras y silencios, gestos, servicios o ministerios, etc. En la asamblea celebrante se da una sinergia, es decir una cooperación entre Cristo, el Espíritu Santo y los fieles. Por eso es obra de Dios y de la comunidad celebrante. Sin embargo, participar no significa que todos “hacen algo” (leer, ayudar en el altar, recoger la colecta, etc es decir una función ministerial) sino que todos escuchan, cantan, responden, rezan, realizan los gestos indicados, etc aunque no tengan ningún ministerio específico.
Por el hecho de ser la liturgia “opus Dei”, es obra de toda la Trinidad. En efecto, toda la liturgia es “al Padre por el Hijo en el Espíritu”. Podemos hablar, en consecuencia, de tres dimensiones de la liturgia en relación a cada una de las personas trinitarias:
En relación al Padre:
la dimensión doxológica: la liturgia es la actualización del culto perfecto dado por Cristo al Padre, al cual se asocia la Iglesia. La Iglesia lo hace adorando, agradeciendo, alabando, bendiciendo. De hecho, el Catecismo de la IC usa esta última categoría para hablar de las intervenciones de Dios en el AT como preparación para la “gran bendición divina”: Jesucristo. Bendecidos por Dios lo bendecimos a Él que nos ha bendecido primero y lo sigue haciendo.
En relación al Hijo:
la dimensión anamnética: es decir el memorial (objetivo u ontológico) del acontecimiento Cristo aunque sacramentalmente actualizado. Jesús mismo lo mandó durante la última cena: “Hagan esto en memoria mía”... El concepto memorial es importantísimo en la concepción de la liturgia judeo-cristiana. De hecho, ya existía en el AT (Zikkaron en hebreo), luego pasa al NT (Anámnesis en griego). Es particularmente importante recordar que la celebración litúrgica cristiana hace memoria de hechos salvíficos, no de mitos. Los mitos pertenecían a las culturas paganas y en consecuencia al culto politeísta.
En relación al Espíritu Santo:
dimensión epiclética: es la petición del Espíritu Santo, prometido por Jesús, dado en Pascua-Pentecostés, e invocado hoy por la Iglesia para que continué con su obra transformadora (“fuego divino”). En la Eucaristía, la principal celebración eucarística, hay dos epíclesis: la de consagración y la de comunión. Pero la epíclesis es una característica de toda acción litúrgica.
El misterio trinitario y la piedad popular
Un gesto tan sencillo como hacernos la señal de la cruz es otra auténtica confesión de fe: las palabras proclaman el Misterio y el signo habla de la Pascua de Jesús: del paso al Padre mediante el misterio de la cruz y el envío del Espíritu Santo como continuador de su obra animando la Iglesia.
Basta ver cuándo un creyente pasa frente a una iglesia y se hace la señal de la cruz. Un gesto tan sencillo como profundo. Lo mismo cuando un sacerdote bendice: lo hace con el signo de la cruz y en el Nombre con mayúsculas: el Nombre de Dios uno y trino.
Sugerencias
Les aconsejo rezar el Credo niceno-constantinopolitano.
Es la formulación de la fe como fruto de los dos concilios del S. IV.
Nicea defiende la divinidad del Hijo (el Verbo Encarnado) y Constantinopla defiende la divinidad del Espíritu Santo. Una y otra habían sido negadas por herejías de la época. La Iglesia afirma la fe auténtica y el Credo Apostólico (corto) se explicita. Nos hace bien rezarlo, ya que en el Credo niceno – constantinopolitano aparece más “desarrollada” la profesión de fe en las personas trinitarias.
Otro consejo: meditar la Plegaria Eucarística IV ya que en el prefacio –antes y después del Santo- contiene toda una “historia de la salvación”. Una riqueza del actual Misal Romano que ha incorporado esta plegaria de proveniencia oriental entre las plegarias eucarísticas, es decir las oraciones más importantes de la liturgia.