Al lector que pueda encontrarse con este texto, espero que las siguientes líneas puedan serle de utilidad espiritual para los días venideros. Sea que lo pueda leer con gran anticipación a la Navidad o que ya estemos celebrándola.
Lo que aquí comparto es también fruto del camino espiritual personal, marcado por la sabiduría de la Iglesia y de tantos hermanos que la conforman que me lo han transmitido; por eso anhelo que pueda serle tan útil como fue para uno.
Otra vez, el adviento llegó a nosotros. Sin que lo notáramos, sin que nos percatáramos, todo un año litúrgico aconteció en nuestras vidas y nos vuelve a poner en la propuesta inicial de contemplar los misterios de la Encarnación del Hijo de Dios, para luego festejar su nacimiento mientras aguardamos su segunda venida.
Es un periodo rico en signos, en símbolos que han marcado la cultura occidental a lo largo de los siglos. El árbol de navidad es quizás el más difundido aún entre la cultura secular, luego – en cantidad de apariciones - aparece el pesebre (en imágenes o representaciones teatrales) en muchos lugares como una bella efemérides de los cristianos de distintos credos; y por último la corona de adviento ya como una cuestión distintivamente católica. De esta última se habla bastante, así que de entrada le sacaremos el foco.
No sea que venga, no sea que pase, no sea que mi vida no cambie
“El arbolito y el pesebre se tienen que armar el 8 de diciembre, el día de la virgen” sostenían (y aún sostienen) las abuelas en una transmisión de tradiciones que portan el peso canónico como una rúbrica del misal. ¿Quién lo dijo? Vaya uno a saber, pero bueno, no encontré aún alguien con tanto coraje como para retrucarle a una abuela enardecida en su espíritu navideño.
¡Benditas personas que nos han transmitido esto! Porque más allá de que la fecha pueda ser fruto de una combinación de cosas, como el día de la Inmaculada Concepción, los primeros días de adviento y - por tanto - la preparación para la navidad; el hecho de que haya una tradición que nos marque el ritmo termina por darle un valor simbolizante al acto de armar el árbol de navidad y el pesebre.
Con el árbol de navidad no me detendré tanto, ignoro mucho de su esencia, debo reconocer. Por eso intentaré detenerme unos segundos en el otro gran símbolo de esta fiesta: el pesebre.
“El niñito Jesús no va hasta que nazca el 25, así que no lo pongas”. Sentenciaban los mayores cuando algún distraído osaba tomar la imagen del niño en sus manos para llevarlo a la escena. ¡Qué imagen tan bella! Toda la casa se prepara, y la ausencia de la imagen del pequeño Redentor, tiene que ser también un símbolo, un espectáculo de espera.
Y el adviento se trata especialmente de eso que nos enseñaron los abuelos, que probablemente ya se ha olvidado que tiene su raíz en la tradición misma del adviento que propone la Iglesia. Porque ojo, muchos podrán preparar el pesebre con un ferviente corazón e ignorar por completo el acontecimiento litúrgico/espiritual que la navidad puede representar.
Aquí, en el enternecedor marco del Nacimiento de Jesús, la tensión entre la fe cultural y la propuesta de la Madre Iglesia encuentra alivio pues sus caminos coincidirán un tiempo.
El Espíritu y la Esposa dicen: “¡Ven!” Que el que escucha diga también: “¡Ven!” (Ap. 22, 17)
Así que volvamos: pesebre sin niño en el tiempo litúrgico de la espera. Este es un tiempo especial que propone la iglesia, donde de forma ordenada, se reflexiona sobre la venida de Jesús: aquella primera, que ya sucedió en la simpleza de su carne y la segunda que aguardamos en el esplendor de su gloria. Es muy importante tenerlo presente, es un tiempo de esperanza.
Entrar en el misterio de la Parusía de Cristo es algo a lo que no me atrevo, principalmente por un acto de humildad intelectual. Poco sé de cuestiones teológicas (más allá de las elementales que uno ha podido pescar en el recorrido parroquial) más en ellas si fui logrando dar con una certeza: de la forma que vivimos la primer venida de Jesús - la del Niño de Belén - estará también marcada la forma en la que viviremos la segunda en el fin de los días.
Principio y fin, aunque puedan parecer puntos lejanos entre sí, parecen encontrarse cuando dan la vuelta completa. (¿No es Jesús, acaso, el Principio y el Fin, el Alfa y el Omega?).
El que da fe de estas palabras dice: “Sí, vengo pronto.” (Ap. 22, 20)
Parece que nos hemos ido de tema, pero no tanto. Me atrevo a decir que hay un bello paralelismo entre el pesebre vacío que espera el nacimiento del Niño Dios y esperar al Redentor que prometió volver. Jesús viene, Jesús está viniendo. ¿Cómo estoy preparando todo para ese día?
“Hay que dejarle la cunita lista” sentenciaban finalmente las abuelas, mientras pasan un trapo por todo el pesebre a lo largo de los días que la navidad se aproximaba.
“¿Cunita?” pensé repentinamente. ¿Habrá habido cunas en la época de Jesús? fue la pregunta totalmente innecesaria que se me cruzó. ¡Qué lindas son esas preguntas, pensamientos o reflexiones destellantes que Dios inspira para sacarnos un ratito de la comodidad que nos apaga la inquietud!
Cuando la costumbre mata la tradición
Porque claro, hasta acá veníamos con la tradición de los abuelos, de generaciones que fueron repitiendo un proceder muchas veces olvidando el significado de algunas cosas.
Piedad popular bendita, que sigue conquistando el corazón para Cristo en los aspectos cotidianos y sencillos. Pero también es necesario es paso extra, es salto de calidad de entender que es lo que pasa.
Y resulta que no, a Jesús no lo acostaron en una cuna. Resulta que eso que siempre pensamos que era de una forma no era tan así, tenía un trasfondo aún más profundo.
Porque en el evangelio de San Lucas (2,7) las palabras son precisas: “y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre”. Resulta, a fin de cuentas, que el pesebre no era toda la escena, no era la granjita, ranchada o cueva donde nació Jesús (eso, en todo caso, sería el “portal”).
Y entonces, ¿qué es qué?
Acá se abre la incógnita de preguntarnos entonces, ¿Qué es eso donde descansó Jesús? ¿Cuál fue el primer lugar en que el Niño Dios conoció como descanso? ¿Dónde eligió - porque no podemos permitirnos pensar que algo de esto fue casual - Él habitar por primera vez en este mundo?
Resulta pues que la Real Academia Española define al pesebre como: “Especie de cajón donde comen las bestias” o una segunda definición que dice “Lugar destinado a la comida de las bestias”.
Ese es Jesús, el que nace en el más indigno de los aposentos y quiere habitar, descansar y reinar desde el más sucio e inhóspito de los tronos. A fin de cuentas, el paso de Jesús por nuestro mundo fue coherente de principio a fin.

¿Qué nos deja, entonces, el pesebre?
Muchas veces pasa que uno como psicólogo se encuentra con una pregunta “similar” en esencia con lo que aquí nos planteamos. El deseo de la persona de presentar lo mejor, a la sociedad, a sus seres amados e incluso a sí mismo. Un deseo lógico, ¿quién quieren que le vean las miserias?
A veces, tal deseo es obstáculo para una vida plena. Porque ese lugar más miserable, limitado o herido de la personalidad aparece sin previo aviso, como el ladrón que llega sin que sepa el día y la hora (cf. Mt 24, 43).
Del mismo modo que en la vida psicológica (y salvando la inmensa diferencia que hay), donde incluso le podemos llegar a ocultar cosas al terapeuta por una lógica vergüenza o pudor, nos sucede en la espiritual. Porque cuando hemos olvidado fruto de una tradición malentendida, de un legado que no hemos detenido a rezar con nuestra historia misma, corremos el riesgo de querer presentar a Jesús siempre lo mejor. Darle nuestras virtudes, nuestros logros, nuestra cosecha.
Claro que Jesús quiere lo mejor de nosotros, y por eso también, quiere nacer en ese pesebre. En ese lugar donde “comen las bestias” en nuestras vidas. Ese Jesús que al final hace nueva todas las cosas (Ap. 21, 5) quiere iniciar por nuestro propio corazón herido, atascado, que alimenta tantas cosas que quizás no nos hacen bien.
Ya sobre el final, quiero pedir que me disculpen las abuelas, por quienes tengo un reverencial respeto, pero quiero contradecirlas en su filosofía de “limpiar la cunita”.
Dejémosla como está, que así el Niño Dios hará de ella su propio hogar. Allí Él podrá nacer. Viviendo esta vida como si fuese enteramente nuestra y con la conciencia puesta en que depende todo de Él, es un hermoso regalo de navidad que podemos pedir.
Acercarnos al pesebre para traerle a Jesús todas esas humillaciones que también nos ayudan a hacernos pequeños como Él.
Y así, el adviento que se centra en la Navidad, nos prepara también el corazón para que pueda reconocer a Cristo cuando venga en cada instante con su Reino a nuestro corazón.








