Tarde o temprano nos topamos en nuestra existencia con este problema que no podemos esquivar. La podemos alejar de nuestra vida… disfrazar de parques o tapialar los cementerios… hacer salas de velatorios que la saquen de nuestros hogares… y otras tantas que ocurren entre nosotros. Pero la muerte de un ser querido o cercano es inevitable. Y, entonces la pregunta de todos los tiempos nos surge: ¿porqué hay que morir? Y, junto a ella, la que nos toca en el día a día: si vamos indefectible a morir… ¿qué sentido tiene el seguir vivo?

Nuestras contradicciones internas

El Concilio, al describir al ser humano, también toca este tema existencial. Lo primero que hace es constatar los límites de este problema. La descripción creo que habla de los interrogantes que tiene el corazón de cada uno de nosotros:

“El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por sí irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano.” (GS 18)

Todo esto está enmarcado, sin duda, por las preguntas de siempre que se hace el ser humano. Pero los cristianos podemos dar un paso más: iluminar desde la revelación.

La muerte a la luz del misterio cristiano

Hace un tiempo les conté que me había impresionado como los Benedictinos festejan la muerte. En otra ocasión hablé de lo que significa celebrar la muerte a través de dos fiestas, la del 1 y 2 de noviembre. Todo esto puede ser una locura o la captación de una gran verdad.

El fundamento nos lo dan los Padres Conciliares:

“Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a Él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte. Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera.” (GS 18)

Por eso también el pedir la gracia de una buena muerte es algo muy conveniente. Y que estamos olvidando cada vez más. Y no es cosa de viejos miedosos. Simplemente que el sentido que le damos a la muerte le da sentido a la vida de cada día.

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