No quiero dar vueltas, no quiero hacer introducciones, no quiero prefacios o anticipos. Quiero la naturalidad de una conversación espontánea donde lo que debe fluir fluye y donde lo auténtico se valora por el sólo hecho de serlo, dónde el juicio de lo correcto o incorrecto queda de lado y se aprecia a la persona más allá de lo que pueda mostrar en ese momento.
“Entonces Dios dijo y existió” (cf. Gn 1,3).
Y así surge mi deseo, el deseo que también quiero para vos por considerar que es bueno en su misma esencia. Por considerar que es lo mejor que podría esperar que le suceda a una persona, porque creo – con toda la convicción de mi corazón – que es de las mejores cosas que te pueden pasar.
Quiero que puedas contemplar, con paciencia y amor, todo lo que sucede. Que puedas ver lo que hay a tu alrededor y que se te ha presentado como un recordatorio de amor de parte del Creador. Por todo cuanto nos sucede, lo bueno y lo malo, es parte de La Providencia de Dios, y como parte de su obra debemos cumplir con una tarea: saber ponerles nombre (Gn 2, 18-20). Y ahí comienza mi deseo…
“Así se convirtió en un ser viviente” (Cf. Gn 2,7).
Deseo que encuentres palabras. Sí, eso, que encuentres palabras. Que en el recorrer de tu vida cotidiana, cuando la rutina te azote y te haga perder la esperanza, puedas encontrar la fórmula adecuada para expresar lo que te sucede. Así como cuando el gozo que hay en tu vida por algún hecho fortuito, que también puedas encontrar la frase justa para poder ser agradecida con Dios por lo que te pasa.
También deseo que encuentres las palabras necesarias para el resto de las emociones, esas que son más difíciles de discernir, esas que están en las “zonas grises” de los ejemplos anteriores. Estas zonas grises son más que estados confusos, son manantiales de agua que nos dan cuenta de que estamos vivos, desde las que puedan parecer más positivas a las que nos conduzcan a la desolación: todo es parte de la aventura de vivir. Pero, si a estos manantiales no le damos curso, si no sabemos hacia donde dirigirlos, si nos vemos incapacitados para encausarlos; ahí comienzan los problemas.
“Y si los presentó al hombre para qué nombre les pondría” (Gn 2, 19).
El agua estancada se pudre, y sin darnos cuenta, podemos comenzar a vivir con su olor. Podemos comenzar a acostumbrarnos a los efectos de vivir con aquello que no podemos reconocer. Podemos volvernos esclavos de sus efectos, y nos volvemos – sin darnos cuenta – en adictos (en el sentido más literal de la palabra a-dictos).
Por eso te deseo, con todo el corazón, que puedas darle vida a aquello que pase por tu alma. Que seas capaz de expresar lo que te sucede. Que seas capaz de emplear el don más grande que el buen Dios nos ha dado al habernos hecho a Su imagen. Que la capacidad de co-participar en la tarea de crear (o de subcrear, como prefieras) comienza en ti, en tu cotidianeidad, en lo profundo e íntimo de tu corazón.
Y así, al momento de poder encontrar frases que expresen aquello que te acontece; al momento de poder ponerle nombre a lo que te hace tan bien y a lo que te perjudica; al momento de poder reconocer aquello que te pasa; justo en ese momento, deseo que encuentres la auténtica libertad de ser persona. Porque tú le has dado vida a eso que te pasa, porque tú has sometido a ese pensamiento (recuerdo, memoria) que te perseguía; tú has tomado el timón de tu vida en la misma medida que Dios te ha ordenado hacerlo.
“Dios miró todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno” (Gn. 1,31).