En el Miércoles Santo los sacerdotes de la Arquidiócesis de Paraná se reúnen junto al Arzobispo. Por la mañana se tiene un retiro espiritual, que finaliza con un almuerzo. Por la tarde celebran todos en la Catedral la Misa Crismal. Este año la plática del retiro fue brindada por el Pbro. Ricardo Mauti, de la Arquidiócesis de Santa Fe. Generosamente ha querido compartirla con ustedes a través del portal Católicus. Nos hemos tomado la atribución de colocarle una serie de subtítulos para facilitar la lectura en la web.
Lectio divina de 1 P 5,1-11
Les propongo una sencilla lectio divina siguiendo la primera carta de Pedro (5,1-11) que podríamos titularse “los pastores y la unidad del rebaño”. Siento muy dentro mío, que Paraná y Santa Fe somos iglesias no solo vecinas, sino hermanas por tantos vínculos que nos han enriquecido mutuamente a lo largo de la historia, pero también por haber experimentado en los últimos años la tribulación desatada en el seno de nuestras comunidades con repercusiones impensadas, que afectan la vida de fe de nuestro pueblo y la posibilidad de una comunión real y ejemplar.
La fe de los presbíteros
Muchas veces pienso que la órbita de la fe, es una realidad que no podemos dar nunca por supuesta en nuestra vida presbiteral. El reclamo que escuchamos a menudo en el evangelio “hombres de poca fe”, Jesús lo refiere siempre a los discípulos, jamás a la gente (Cf. Mt 8, 26; Mc 4, 40; Lc 8, 25). La necesidad de examinarnos, de reflexionar, de dejarnos convertir y de pedir luz al Señor, para que nos ayude a leer el momento histórico que nos toca vivir es, una obligación que nos debemos siempre ante Dios como responsables de las comunidades que se nos confían.
El apóstol San Pedro en su primera carta, intenta algo semejante, cuando exhorta a las comunidades del Asia menor que son probadas en la fe a no desalentarse: “no se extrañen de la violencia que se ha desatado contra ustedes para ponerlos a prueba, como si les sucediera algo extraordinario. Alégrense en la medida en que puedan compartir los sufrimientos de Cristo” (1 P 4, 12). Ahora bien, el ministerio presbiteral nos exige un examen mayor, más sincero y profundo que el que le corresponde al pueblo de Dios. Por eso las instrucciones en la última parte de la carta son particularmente importantes para entender todo lo que supone la unidad de la Iglesia, sobre todo, porque la tarea que tenemos como pastores es propiamente la de impedir la dispersión del rebaño, generando con nuestras ‘vidas acordes’ un ‘cauce’ que permita la integración de los diversos carismas y el crecimiento armónico de todos y cada uno.
La modestia de Pedro
La primera cualidad que se destaca es la modestia del apóstol, que en lugar de hace pesar sobre los presbíteros su autoridad apostólica, se presenta simplemente como un colega (Cf. 2 Jn y 3 Jn); de allí que inventa una nueva palabra sympresbytero (co-presbítero). Esta palabra indica, al parecer, que San Pedro ejercita un encargo pastoral en una comunidad determinada, la de ‘Babilonia’, es decir, Roma, que vendrá mencionada más adelante (1P 5, 13). La modestia de Pedro es una lección de suma importancia para el que desea trabajar en comunión; una actitud altanera, una autoridad indiscreta, que buscara imponer antes que persuadir, lejos de integrar, disgrega, y antes que abrir espacios para el encuentro y el diálogo, propicia el desbande. Esta cualidad le es requerida no solo al episcopo sino también al presbytero, distinción, por otra parte, extraña en las primeras comunidades cristianas. La autoridad del apóstol está siempre informada por el modelo evangélico, “si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros” (Jn 13, 14). La actitud del servidor es esencial para vivir la comunión, la institución del sacramento de la unidad en el evangelio de Juan, tiene la forma del servicio, como anticipo de la cruz.
En su carta, y como para precisar su posición Pedro fundamenta su autoridad en relación con la pasión de Cristo: “yo presbítero como ellos y testigo de los sufrimientos de Cristo” (1 P 5, 1): este es un punto esencial para quienes tenemos el encargo pastoral. De la pasión de Cristo derivan todas las gracias que debemos comunicar al pueblo de Dios; pero también es de su pasión, que debemos entender, cómo de la ‘totalidad de una vida orientada a la entrega’ deriva un ‘estilo’ de regir, de gobernar el rebaño, vivido en tensión de entrega y comunión. Abro aquí un paréntesis, el estilo de autoridad deberíamos poder verificarlo en el exámen de nuestro celibato, que según la gran tradición de la Iglesia, no implica solo la castidad, sino que toca de manera medular la ‘caridad pastoral’. Unas palabras del cardenal Newman, pueden iluminarnos:
“El celibato del Evangelio, no consiste en un estado de independencia o de aislamiento, de enfrentamiento competitivo entre pares, tampoco en un orgullo lleno de amargura, ni en una indolencia estéril, ni en una afectividad reprimida; el hombre apostólico está hecho para la solidaridad con los hermanos, para el intercambio de amor, para la abnegación practicada a favor de otro a quien queremos más que a nosotros mismos. El celibato cristiano es un matrimonio con Cristo vivido en la comunión fraterna.” (*1)
Pero volvamos a Pedro, que se presenta como “testigo de los sufrimientos de Cristo”. En efecto, él ha sido testigo de la agonía de Jesús en el huerto de los olivos; estaba allí en el momento de su arresto, que intentó impedir; siguió al grupo hasta el patio del sumo sacerdote, y ha hecho sufrimir a Cristo con sus negaciones. Si después ya no fue testigo ocular de los hechos, sin embargo, ha participado de cerca del proceso, la condenación y muerte de Jesús. Por eso, la pasión de Cristo ha permanecido en lo profundo de su alma y la propone como modelo a los cristianos de sus comunidades: “Cuando era insultado, no devolvía el insulto, y mientras padecía no profería amenazas; al contrario, confiaba su causa al que juzga rectamente” (1 P 2, 23).
Pedro invita a apacentar el rebaño de Dios
Después de haber trazado esta perspectiva dinámica, Pedro da las instrucciones a los presbíteros: “Apacienten el rebaño de Dios, que les ha sido confiado” (1 P 5,2). El verbo usado es el mismo que ha escuchado de la boca de Jesús resucitado cuando se le apareció en el lago: “Simón hijo de Juan, me amas? Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 16). Ahora, ¿de qué modo los presbíteros deben desarrollar el encargo pastoral? Pedro lo precisa recurriendo a tres expresiones antitéticas:
*no forzada, sino espontáneamente como lo quiere Dios
*no por un interés mezquino, sino con abnegación
*no pretendiendo dominar a los que les han sido encomendados, sino siendo de corazón ejemplo para el rebaño.
Las actitudes de los pastores
Las actitudes que Pedro dice que deben rechazarse corresponden a tres pasiones principales del hombre. Ya anteriormente Pedro ha invitado a los cristianos a resistir a las ‘pasiones’, es decir, a los ‘deseos egoístas’ (1 P 1, 14; 2, 11) que van en sentido contrario de la caridad. Con lo cual, como hemos notado, las pasiones hacen imposible la unidad, en cuanto anteponen la búsqueda del bien particular al bien del todo; es el caso cuando uno quiere ser todo.
Los presbíteros en cuanto estamos encargados de asegurar la unidad del rebaño de Dios, tenemos un deber más urgente de dominar nuestras pasiones, para ejercitar el encargo con un corazón generoso, desprendido, que es la única fuente de la verdadera unidad. En este sentido, la organización pastoral es últil y necesaria, es cierto, porque la ‘casa espiritual’ no puede ser construida sin una estructura; la carta a los Efesios lo dice claramente, que el cuerpo de Cristo, “recibe unidad y coherencia, gracias a los ligamentos que lo vivifican” (4, 16). Las asambleas, los consejos, los equipos son siempre necesarios, pero deben poder visibilizar la fe común ‘probada’ en la caridad y acreditada en la unidad.
Sin un amor generoso y fraterno, que es siempre don del Espíritu Santo para toda la comunidad, la ‘organización exterior’ es totalmente ineficaz para asegurar la unidad y termina convirtiéndose en un corsé opresor y en un hábito hipócrita.
¡Cuántos planes pastorales elaborados con esmero, son insustentables por la divisiones, los celos, las intrigas de quienes debemos llevarlos adelante! Y nos preguntamos si lograrían pasar la evaluación de la diatriba de Jesús dirigida a la comunidad de discípulos, “si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos no entraran en el Reino de lo cielos” (Mt 5, 20)
Por eso ‘discernir nuestras pasiones’ y luchar juntos contra ellas, es un signo de madurez espiritual, y un acto de responsabilidad para con el rebaño. En el texto que estamos meditando, las pasiones puede ser definidas con tres verbos: gozar, poseer y dominar. Estas pasiones corresponden a tendencias humanas, a pulsiones de nuestra naturaleza, que tienen que ver con: la búsqueda del placer, la búsqueda de la riqueza y la búsqueda del poder.
Veamos cada una:
Renunciar a una vida de placer
1) La primera renuncia necesaria es a una vida de placer. Lo sabemos, el encargo pastoral es fatigoso, comporta tantas ingratitudes, pruebas, traiciones. En una sociedad dominada por la cultura del bienestar y el éxito, no podemos ser ingenuos de creer que su influjo, no nos penetre por algún lado, y terminemos muchas veces deseando y reivindicando el espíritu mundano. Pero no debemos olvidar que somos discípulos de un maestro que no tiene dónde reclinar su cabeza, que ha padecido el rechazo, la sospecha y tergiversación de su mensaje. La forma del ministerio de Jesús, define la vida del presbítero. Hacer la experiencia de falta de seguridades humanas, nos hace más libres y disponibles para el servicio. Hay en la espiritualidad presbiteral una cuota muy importante de derrota, de fracaso que es preciso aprender con la vida y en la asimilación del propio sufrimiento. No es extraño, que en la raíz de tantas defecciones en el ministerio, haya un desencanto pastoral que tal vez fue alimentado solo con el logro de objetivos y causas personales.
Renunciar al deseo de riquezas
2) La segunda renuncia se refiere al deseo de riquezas. Un tema delicado, pero que toca el corazón del ministerio ordenado. El dinero puede convertirse en un bien en sí mismo, un ídolo que exige atención y culto, y del que la gracia de estado no nos hace inmunes. Podemos -en la conmemoración conjunta de los 500 años de la reforma protestante- tener presentes las lecciones de la historia, y recordar que la búsqueda de dinero por parte de los pastores de la Iglesia de Roma, ha sido el origen de la controversia sobre las indulgencias del siglo XVI, y una de las causas de las divisiones.
San Pablo en la primera carta a Timoteo al hablar del desinterés pastoral, llama la atención sobre este peligro y advierte sobre la intima ligazón que existe entre “los conflictos interminables, propios de hombres apartados de la verdad que pretenden hacer de la piedad una fuente de ganancias” (1 Tm 6, 5). La pobreza que en la espiritualidad del presbítero diocesano tiene el rostro de la solidaridad y del bien común, es también un vínculo que fomenta la unidad del presbiterio. Pero es necesario, examinarla no en los otros sino en cada uno; y hablar de ella en clave exclusivamente positiva, sin tener que juzgar a nadie, o en todo caso juzgándose cada uno a sí mismo. La polilla que siempre ha carcomido la predicación de la pobreza en la vida sacerdotal, ha sido la tendencia a exigirla de los demás, la inclinación a hacer de ella una acusación contra alguien.
Renunciar a la voluntad de poder
3) La tercera renuncia se refiere al dominio, a la voluntad de poder. Los presbíteros como colaboradores del obispo tenemos una posición de autoridad en el pueblo de Dios. Pero existen modos diversos de ejercitarla. Quien tiene autoridad está siempre tentado de aprovecharse de ella para satisfacer la propia inclinación al dominio. La communio apostólica que desde el concilio adquiere teológica y pastoralmente la forma de ‘órganos colegiados’ (pensemos en las conferencias episcopales, los sínodos, los consejos presbiterales, de consultores, de orden, etc., y bajando al ámbito parroquial, los consejos pastorales, de asuntos económicos, equipos de liturgia, catequesis, etc.), son el ‘modo eclesial’ para vivir la autoridad como servicio de unidad y comunión. Desde mi experiencia en la formación, no siempre hemos evaluado suficientemente como ‘signo vocacional’, la capacidad de trabajar con otros, de saber delegar (la redención es un acto supremo de delegación de Jesucristo a su Iglesia), de compartir la tarea, tanto los logros como los fracasos. En la viña del Señor que es su Iglesia, no todos hacemos todo, ni estamos llamados a hacerlo todo. (*2) Es precisamente el sentirse ‘exclusivo’, referente de todos, lo que Newman llama la ‘idolatría de la notoriedad pastoral’, una especie de vedetismo eclesiástico, lo que atenta contra la unidad de un presbiterio.
Cuando en la diversidad de los carismas sabemos descubrir la unidad que anima y testimonia la vida de la Iglesia, un cuerpo presbiteral no compite, nadie se siente disminuido ante el don del otro, sino que todos nos beneficiamos mutuamente. En este sentido decía S. Agustín: “Por lo que yo puedo menos, él se compadece de mí, y por lo que él puede más, me regocijo con él” (Enarr 130, 6).
En el corazón sacerdotal de Jesús
Jesús en la oración sacerdotal en la que habla tanto de la unidad, no deja de pedir para sí la glorificación: “Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo…glorifícame junto a ti” (Jn 17, 1. 5); pero dice también que el don de la gloria sirve a la unidad: “Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno” (Jn 17, 22). El trabajo pastoral que llevamos incansablemente adelante esta envuelto por la gloria divina y desborda una sobreabundancia de gloria, es esta una convicción que no debemos perder nunca, y que queremos pedir siempre, y que encierro en esta oración asociándome a todos ustedes:
“Señor Jesús, pastor supremo de las ovejas, a pesar de nuestras culpas y debilidades, tu nos asocias a tu ministerio pastoral y nos pides que asumamos de corazón las exigencias de la unidad de tu rebaño; concédenos que seamos plenamente fieles a nuestra misión, renunciando radicalmente a la búsqueda egoísta del interés personal, del dominio y de la posesión; para que te sigamos con confianza y alegría por el camino del amor generoso en la entrega diaria del ministerio sacerdotal, al que nos has llamado”. Amén
Pbro. Ricardo Mauti
Centro Mariápolis
Miércoles Santo de 2017
Notas
(*1) Oratory Papers N° 18; en P. Murray, Newman the Oratorian, Leominster, Herefordshire, England 1980, 277.
(*2) Un texto de Möhler ilustra desde el punto de vista eclesiológico lo que estamos diciendo: “En la vida de la Iglesia son posibles dos extremos, y los dos se llaman egoísmos. Estos se verifican respectivamente cuando cada uno o uno solo pretenden ser todo. Uno de estos egoísmos genera al otro. Pero ni uno, ni cada uno pueden ser el otro, solo todos constituyen el todo, y solo la unión de todos forma un todo. Esta es la idea de la Iglesia Católica”; en J. A. Möehler, L’unità nella Chiesa. Il principio del cattolicesimo nello spirito dei Padri della Chiesa dei primi tre secoli, Città Nuova, Roma 1969, 292-293.